sábado, octubre 21, 2006

EL MITO DE LA CAVERNA

El mito de la caverna

El mito de la caverna constituye una pedagógica pre­sentación de la filosofía de Platón, de su concepción de la naturaleza humana, del conocimiento y de la realidad. El mito destaca la importancia de la educación para alcan­zar el fin de la vida humana y el papel del filósofo como guía de este camino hacia la justicia que concluye en el bien. Platón recurre al mito por la mayor capacidad de evocación que tienen las imágenes frente a los conceptos.

—Después de esto —dije- compara nuestra naturale­za, en lo que respecta a la educación y la carencia de educación, con la escena que voy a describirte. Imagina unos hombres que habitan una vivienda subterránea en forma de caverna, con una entrada abierta a la luz a todo lo ancho de la gruta, en la que están desde niños encadenados por las piernas y el cuello de modo que no se desplacen, ni puedan ver otra cosa que lo que tengan delante, pues las cadenas les impiden volver la cabeza; y, tras ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y más elevado, y entre el fuego y los prisioneros un camino si­tuado en lo alto, a lo largo del cual ha sido construido un pequeño muro semejante a las cortinas de los teatrillos de títeres, sobre las cuales, escondidos del público, los titiriteros exhiben sus maravillas.
—Ya lo veo.
—Pues bien, represéntate ahora, a lo largo de ese pe­queño muro, otros hombres que transportan toda clase de objetos que sobresalen del muro y figuras de hombres o animales hechas de piedra o de madera y toda suerte de imitaciones; entre estos portadores hay que suponer que unos hablarán y otros irán callados.
—¡Extraña imagen nos presentas y extraños prisio­neros!
—Semejantes a nosotros -contesté-. En primer lugar, ¿es que crees que tales hombres hayan visto de sí mis­mos y de sus compañeros otra cosa que las sombras pro­yectadas por el fuego sobre el fondo de la caverna?
[...]
—Es, pues, indudable -dije— que tales hombres sólo considerarían real y verdadero las sombras de los obje­tos fabricados.
—Necesariamente.
- Examina, pues -dije-, qué ocurriría si fuesen libe­rados de sus cadenas y curados de su ignorancia y, en conformidad con su naturaleza, les acaeciese esto: cuando uno de ellos fuese desatado y obligado a levan­tarse repentinamente y a volver el cuello y andar y le­vantar la mirada hacia la luz, al sentir dolor por todo ello y no poder ver, a causa del deslumbramiento, las sombras que antes veía, ¿qué crees que respondería si alguien le dijera que antes no veía sino insignificancias y que es ahora cuando, más cerca de la realidad, y mi­rando cosas reales, tiene una visión más correcta, y le fuera mostrando los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que se sentiría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que ahora le mostraban?
- Mucho más verdadero, en efecto -dijo.-Y si entonces se le forzara a fijar la mirada en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y se apartaría, volviéndose hacia aquellas cosas que puede contemplar, y consideraría éstas realmente más claras?
-Así es -dijo.
-Y si alguien se le llevara de allí a la fuerza, obligán­dole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le de­jase hasta haberle arrastrado a la luz del sol, ¿no crees que sufriría y se indignaría del trato recibido y que, lle­gado a la luz, tendría los ojos tan llenos de resplandor que no podría ver ni una sola de las cosas que ahora lla­mamos verdaderas?
-No podría -dijo-, al menos de momento.
-Le haría falta acostumbrarse, creo yo, para estar en condiciones de ver las cosas de arriba, y en un primer momento vería con más facilidad las sombras, y luego las imágenes de los hombres y de todas las demás cosas en las aguas, y después las cosas mismas. A continuación, los objetos del cielo y el cielo mismo los contemplaría más fácilmente por la noche, fijando la mirada en las estrellas y en la luna más bien que, de día, en el sol y la luz.
-Indudablemente.
-Por último, según creo, sería el sol el que produce las estaciones y los años y rige todas las cosas del lugar visible y que, en cierto modo, es la causa de todas las co­sas que ellos veían.
[...]
-Considera ahora esto -le dije-. Si de regreso allá abajo se sentase en el mismo sitio, ¿no se le llenarían los ojos de tinieblas, al apartarlos súbitamente del sol?
-Indudablemente.
-Y si tuviese que competir de nuevo con los que ha­bían permanecido allí encadenados en formular juicios acerca de las sombras que, por no habérsele acomodado aún los ojos, ve con dificultad -y no necesitaría poco tiempo para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber ido al lugar de arriba, ha vuelto con los ojos echados a perder y que no vale la pe­na ni intentar subir a tal lugar? Ya quien tratase de de­satarles y hacerles subir, si pudieran hacerse con él y matarlo, ¿no lo matarían?
-Sin duda —dijo.

Platón, La República, libro VII, 1 y 2